“¿Cómo iba a saber yo entonces que el asesinato tiene aroma a madreselva?”
Walter Neff, Perdición
Walter Neff, Perdición
Cada uno recordará con mayor o menor aprecio el día en el que hicieron algún tipo de descubrimiento que le haya hecho cambiar su punto de vista sobre algo en concreto. Por poner tres ejemplos: Wilco para mí (y sé que no soy el único) significó un punto de inflexión en lo que a gustos musicales se refiere, Caravaggio me arraigó a un gusto específico y muy personal dentro del campo pictórico, Messi me cambió el concepto de “crack del fútbol” a “acontecimiento histórico”.
Perdición (Double Indemnity) fue como quitarme una venda de los ojos, una película reveladora que llegó en un momento oportunísimo que trastocó mis mal asentados cimientos sobre el cine a la tierna edad de dieciséis añitos. Curiosamente estoy hablando sobre una película que ha terminado por situarse en las bases del film noir americano de los cuarenta, un ejercicio de estilo que muchos autores han calcado casi literalmente. Curioso es también que Wilder sea uno de esos directores a los que a nadie le da miedo copiar. Su cine, generoso y entregado al público como pocos, demuestra el sacrificio de un cineasta en todos los procesos de creación de una película, una persona que se vaciaba en cada una de las líneas componían sus guiones. El cine de Billy Wilder es de propiedad universal, un libro abierto al cual recurrir en momentos de duda, un manual de como hacer una película, cada film suyo es un regalo de valor incalculable para cualquier amante del cine.
A decir verdad, Perdición fue una película a la que le costó muchísimo ver la luz en su día. Lo que hoy puede parecer un “clasicazo” en todos los sentidos o despertar un “ya lo he visto” dentro de la cabeza de cada uno, en los cuarenta fue una película transgresora, un primer round ganado al Código Hays dentro de la tradicionalista moral de Hollywood. Claro está que directores como Howard Hawks, Mervin LeRoy, John Huston o incluso Fritz Lang, fueron los que encabezaron el movimiento del clásico film noir hollywoodiense con películas como Scarface, Hampa dorada o El halcón maltés, entre otras tantas. La gran depresión y el auge del sindicato del crimen fueron el tema de moda a lo ancho y largo del territorio americano. El testigo lo acabaría recogiendo Billy Wilder, dando pie además a una larga lista de directores que prolongaron su legado (Otto Preminger por ejemplo) y no se avergonzaron en admitir la gran influencia de su trabajo en su propio cine.
Dando unos pasos de gigante hacia atrás, nos fijamos en un turbulento asesinato que se convirtió en la comidilla en la Gran Manzana durante el verano del 27. Ruth Snyder y su amante, el vendedor de corsés Judd Gray, protagonizaron las primeras planas de los diarios nacionales al ser condenados a pena de muerte por el asesinato de Albert Snyder, marido de Ruth. La torpeza del crimen fue tal que la policía los detuvo casi al instante al darse cuenta de la importante suma de dinero a la que ascendía la póliza de seguro del esposo. La difusión de la historia pro parte de la prensa sensacionalista llamó la atención de novelistas como James M. Cain, el cual, inspirado por el acontecimiento, escribió Perdición, novela que no se editó hasta 1935.
Su publicación fue una tarea harto costosa a causa de la censura, además, Cain tenía la intención de llevarla a la gran pantalla, hecho que no consiguió hasta su segunda publicación de la novela, esta vez con el nombre de Three of a Kind. Como ya sabéis, fue Wilder el que se interesó en el relato, desoyendo las recomendaciones que venían desde arriba y que le invitaban a abandonar un proyecto viciado desde sus raíces. No era para menos, la novela de Cain burlaba los principios fundamentales del Código Hays y su adaptación cinematográfica abriría una brecha muy difícil de cerrar para los organismos censores de la época.
Los responsables de su adaptación fueron el mismo Wilder y Raymond Chandler (autor de El sueño eterno). Estos, a pesar de mantener una nefasta relación (Wilder diría más tarde que Chandler tenía mucho de Hitler), finalizaron uno de los guiones más brillantes de la historia del cine, aunque muchos censores no estuvieran de acuerdo con esta libre opinión. Los puntos fundamentales que el film violaba del código fueron: que la película estaba protagonizada por dos personajes que mantenían una relación adúltera, en segundo lugar nos encontramos con un film en el cual se detalla paso a paso como cometer un crimen “perfecto”, y por último lo peor, que no eran castigados por la ley. De esto último ya se encargaron ambos guionistas de solucionarlo mediante la “justicia divina”, del resto, poco pudieron hacer los censores al respecto.
El argumento es más sencillo de lo que parece, sencillamente nos quedaremos con los cuatro elementos fundamentales. En primer lugar tenemos a Walter Neff (Fred MacMurray), un agente de seguros bastante cínico y falto de escrúpulos que no duda en tirar la caña a la rubita señora Dietrichson (Barbara Stanwyck). En un principio huye de ella al percatarse de que quiere adquirir un seguro de vida para su marido sin que este se dé cuenta. La codicia y la lujuria terminan por hacerse sus aliados y despejar las dudas sobre si entrometerse o no en las faldas de la señora Dietrichson. Finalmente, el plan perfecto surte efecto y terminan por dar un billete directo hacia el otro barrio al pobre Sr. Dietrichson (Tom Powers). A todo esto, no pueden cantar aún victoria, aún resta un último hueso por roer y este es sin duda el más duro. Barton Keyes (Edward G. Robinson), el perseverante y meticuloso jefe de Walter, sospechará de la viuda e iniciará una investigación para adivinar la identidad de su cómplice.
Este clásico del cine negro además está aderezado con ese toque único de Wilder que dota a la narración de un carácter especial. El humor negro de Keyes, la típica femme fatale interpretada por Stanwyck, la fórmula resultante de la unión de una mujer desesperada con un hombre cegado por la codicia, o el exquisito (e innovador) modo narrativo mediante el cual se desarrolla la película, sentaron cátedra en aquel abril del 44, abriendo la puerta a una nueva y renovada hornada de autores de cine negro. La censura poco pudo hacer al respecto, el éxito en taquilla y los múltiples reconocimientos en los Oscar (se llevó 7 nominaciones) evitaron que la primera obra maestra del director austrohúngaro se quemara en los fuegos de la vergüenza.
No fue la primera vez ni la última en la que Wilder jugó con fuego. Traidor en el infierno, Testigo de cargo, El apartamento o Con faldas y a lo loco, fueron películas que aunque no se sepa, o mejor dicho, se sepa poco, corrieron peligro de quedar varadas a kilómetros de las salas de cine. Por fortuna no fue de ese modo y Wilder continuó forzando a la industria con su cine, regalándonos joyas año tras año, consolidándose como uno de los mayores expertos en su oficio, haciendo historia allá donde fuera.
Y sí, con dieciséis años pude verla durante una noche de esas en la que poco tienes que hacer. En realidad, poco quieres hacer y, de todos modos, hagas lo que hagas te va a saber a más bien poco.
No hay nada mejor para hacer que verla.
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