“Tengo que circular por las calles huyendo constantemente.
Hay alguien que me persigue... y soy yo mismo.”
Franz Beckert, M, el vampiro de Düsseldorf
El aire turbio que entraba a los pulmones de cualquier ciudadano de la República de Weimar a principios de 1930 contenía una alta carga de pesimismo y decadencia. Esto era debido a un cúmulo de sucesos que se amontonaron sobre el pecho de un estado moribundo que se ahogaba bajo los pecados cometidos durante la I Guerra Mundial. El tratado de Versalles, la hiperinflación y la hambruna, sumieron al país en la máxima oscuridad, siendo saqueado por media Europa y humillado por la otra mitad. La miseria y la falta de atención sanitaria unidas a la altísima tasa de desempleo, hicieron que el ocio se convirtiera en un medio de evasión para las masas, lo que derivó en el nacimiento de una titánica industria del ocio en torno a la prensa, la radio y especialmente el cine.
Durante los veinte, muchos directores oriundos del país y de las tierras escandinavas vivieron su época dorada de la mano de productoras tan ilustres como la UFA. Sin duda alguna, Fritz Lang fue uno de ellos, que junto a Murnau, Pabst y Wiene se convirtieron en los estandartes del expresionismo alemán, consiguiendo por primera vez que el mundo perdiera de vista (al menos por un momento) a la industria americana y girara la cabeza hacia tierras teutonas. Sin embargo y como ya dije anteriormente, a principios de la década de los treintas la situación se tornó insostenible, la crisis afectó de lleno a la industria cinematográfica y el crack del 29 terminó por rebanar todos los atisbos de esperanza de los alemanes.
Paralelamente, Lang comenzaba a labrarse un nombre como “director fracaso” por haber encadenado tres estrepitosos descalabros; Metrópolis (1927), Spione (1928) y La mujer en la Luna (1929). Estas tres mastodónticas y ostentosas producciones terminaron por hundir a la UFA y llevarla al borde de la bancarrota (hasta que la rescató Goebbels en 1933). Para más inri, el director austríaco era malmirado por parte de la crítica y sus colegas por hacer un cine de evasión y entretenimiento, tal y como ellos lo llamaban ya en aquel entonces, hacía un cine americanizado. Los sucesos en el país estaban cambiando la mentalidad de la sociedad, preocupándose por la actualidad sociopolítica de la República de Weimar, acercándose a la realidad de las clases más humildes y haciendo un purgador ejercicio de autocrítica.
Ávido lector de periódicos y a sabiendas de que muy posiblemente afrontaba su siguiente producción como uno de sus últimos cartuchos, Lang prestó especial atención a una truculenta tendencia que había aumentado ostensiblemente desde principios de la década de los veinte, estamos hablando de la aparición en Alemania de varios asesinos en serie.
Junto con su esposa y guionista Thea Von Harbou, se empaparon de nombres como Karl Denke, Fritz Haarman, Karl Grossmann o Bruno Lüdke; todos ellos tenían en común una especial predilección por los niños (hechos que propiciaron la invención de canciones como las que escuchamos al inicio del film). Mientras Von Harbou escribía el guión a mediados de 1930, Lang se encontraba investigando y aprendiendo los métodos que la “polizei” berlinesa empleaba a la hora de seguir la pista a un asesino de esa calaña. Durante aquellos días un nombre estuvo en boca de todos, un nombre que atemorizó durante meses a los habitantes de Düsseldorf. Peter Kürten, conocido como el “vampiro de Düsseldorf” (ya que solía desangrar a sus víctimas para luego beberse su sangre), había sido arrestado por el asesinato de nueve personas de las cuales, cuatro eran niños. Sus últimas palabras antes de ser guillotinado fueron: “Dígame, cuando me haya decapitado, ¿Podré oír siquiera un momento el ruido de mi propia sangre saliendo del cuello?”, poniendo de manifiesto su enfermiza obsesión por la sangre.
Lang, abrumado por la historia y la frialdad de Kürten, decidió reconstruir a su asesino a imagen y semejanza que el vampiro de Düsseldorf. Al reencontrarse, mezclaron toda la información recopilada de manera que la historia quedó partida entre las fases en las que el asesino cometía sus crímenes y la investigación policial, creando sin saberlo, las bases de toda película policiaca.
Paralelamente, el director austríaco era consciente del reto que tenía ante sus ojos y de la necesidad de cambio en su estilo. La pieza clave fue el sonido, que había hecho su aparición en 1927 y del que aún recelaban muchos directores. Lang tomó la muy acertada decisión de hacer la película sonora, eso sí, se aseguró de antemano de disponer de los más avanzados equipos de sonido de la época. Parecía ser que Lang había dado la vuelta a la tortilla con una película que se postulaba como una de las más polémicas de la década, de hecho, se curó un poco de esa polémica al cambiar el título original del film, El asesino está entre nosotros, algo que bien podía entenderse con referencia al protagonismo que Hitler y el partido nazi estaban adquiriendo en aquel momento. Lang, el cual además era de ascendencia judía, cambió el título y lo dejó tal cual lo conocemos hoy día; M, el vampiro de Düsseldorf.
El argumento nos narra la historia de Hans Beckert (Peter Lorre), un psicópata asesino que tiene a todo Berlín (aunque aquí se dijera que era Düsseldorf) con el corazón en un puño por las continuas desapariciones y asesinatos de niños en la localidad alemana. Tras varios asesinatos, todo el cuerpo policial y la ciudadanía se movilizan para emprender la búsqueda del sanguinario Beckert. El desacuerdo y la mala coordinación propiciarán la huida del asesino, no obstante, un hombre lo reconocerá mientras camina por la calle. Para delatarle se pintará con tiza una M (de Mörder) en la mano. Al tocarle la espalda, la M quedará dibujada en su espalda, cosa que le delatará y le pondrá en manos de unos ciudadanos sedientos de venganza.
La película se convirtió en un hito nada más haberse estrenado en 1931 (a España llegó en 1961, casi nada), postulándose como uno de los films más modernos de la época y poniendo el nombre de Lang como uno de los más talentosos directores del momento. Llama la atención la fuerza que mantiene la película, la cual perdura hasta nuestros días, acongojando y asombrando por igual en un alarde magistral de técnica audiovisual y destreza narrativa. El guión sigue siendo alabado por la crítica gracias a la visión un tanto picaresca de la sociedad por parte de Lang; fijémonos en lo bien organizados que están los ciudadanos para atrapar al asesino frente a la desorganización policial, o por ejemplo, el auditorio en el que los ciudadanos juzgan a Beckert, formado por mendigos y prostitutas. Por otro lado, el director defiende la imposición de la ley frente a la "justicia popular", alimentada por la cólera y la ira, que no atiende a razones y se ciega en la vendetta.
M es la primera película sonora de verdad, la primera que utiliza el sonido como una herramienta que enriquece la imagen y la nutre, otorgando información esencial al espectador: “El diálogo, utilizado con concisión, puede ser excelente para enriquecer al personaje, pero la intriga siempre debe poder contarse visualmente”, Lang dixit. Recordemos que en aquella época el sonido era un abuso más que un recurso, no hay más que observar las producciones sonoras de Hollywood para percatarse de que sólo existían musicales o películas en las que los personajes no cesaban de hablar en ningún momento.
Por otro lado, Lang incluyó en su film un conocido Leitmotiv, quizás sea el primer Leitmotiv sonoro utilizado en el cine (uno de los primeros seguro). Ante todo, aclarar que el Leitmotiv es la herramienta artística que, usada de modo recurrente, dotará al personaje o a la situación de un factor ampliamente reconocible por el espectador. En este caso, Beckert silba una canción compuesta por Edvard Grieg siempre que aparece en escena, obligándonos a prepararnos cada vez que la escuchamos, así como sucede en La noche del cazador (1955). Para muchos, este detalle no será importante, sin embargo, el hecho de poder presentar a un personaje mediante un sonido antes que con la imagen, ha sido uno de los avances más importantes del cine, ya lo dijo el mismísimo Lang; “Con M sabía que estaba haciendo algo realmente nuevo que luego pude continuar con Furia”.
Me voy extendiendo más de lo debido, lo sé, pero quedan tantas cosas por comentar, desde la tétrica y lúgubre fotografía de Fritz Arno Wagner, hasta la brillantísima interpretación de Peter Lorre, mezclando la timidez e inseguridad de un personaje que guarda una bestia sanguinaria en su interior, que siento que si me despido me habré dejado más de la mitad por hacer. No obstante, me veo obligado a concluir, no sin antes invitaros a ver una de las películas más asombrosas que jamás se hayan rodado, una joya del suspense que dejó una profundísima huella en la historia del cine, una inolvidable obra maestra.
No preguntéis, no vaciléis, no dudéis.
Vedla.
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