viernes, 4 de marzo de 2011

Crónicas de Tannhäuser: El increíble hombre menguante


“Para Dios no existe la nada... ¡Yo aún existo!”


Scott Carey, El increíble hombre menguante


Los cincuenta... una etapa prolífica en lo que a ciencia ficción se refiere a pesar de que fuera un género que se mirara con cierto desdén por parte de las majors. Aquí se dieron los primeros pasos, o si se prefiere, se sembraron las primeras semillas. Estas no florecerían hasta la arrolladora irrupción de Star Wars a finales de la década de los setenta, película que (entre otras cosas) homenajea a su manera la sci-fi de los cincuenta. Vistos a ojos de hoy, se puede afirmar que aquellos filmes de frases rimbombantes y extraños platillos volantes que surcaban los cielos de nuestro planeta no han perdido su encanto. Está bien, el paso del tiempo y el avance tecnológico ha desnudado las vergüenzas de más de una, transformando escenas de angustia extrema en meros documentos históricos (cinematográficamente hablando) de risible naturaleza. Aún así, creo sinceramente que podemos rescatar un buen puñado de títulos que han soportado los años con firmeza, es más, algunas de ellas incluso han demostrado ser mucho más de lo que cualquiera podía haber considerado entonces.

De entre la maraña de escombros y tramas apocalípticas surge el nombre de un autor aún desconocido en aquel tiempo. Richard Matheson fue un chico avanzado a su edad, un primerizo que experimentó su primer éxito tras las publicación de Soy leyenda en 1954. Con tan solo veintiocho años se había hecho un hueco como novelista de ciencia ficción en territorio americano. Sin embargo, su éxito no sería flor de un solo día, sino que volvió a la carga con otra novela de peso como El hombre menguante (1956).



Como ya dije antes, la ciencia ficción estaba dando pequeños pero importantes pasos en la gran pantalla, despojándose de su carácter infantiloide e intentando dar un salto desde lo más profundo de la serie B hacia las estrellas. Los preferentes; It Came From Outer Space, Ultimátum a la tierra, La invasión de los ladrones de cuerpos... los nombres brotan sin cesar en una época donde Godzilla destruía Tokio al mismo tiempo en que los platillos arrasaban Los Ángeles en la versión de La guerra de los mundos de 1953. Digamos que la Universal no lo pasó por alto y decidió apostar por su adaptación a la gran pantalla, destinando no más de 700.000 dólares a la producción del filme. Cabe destacar que dicho estudio fue uno de los que más éxito tuvo con el género durante la década, sobre todo gracias a especializarse en un subgénero conocido como ‘monster movie’ (todos recordamos las enormes hormigas asesinas de La humanidad en peligro (1954), sirve como ejemplo aunque sea de la Warner), terreno del cual provenía Jack Arnold (director de La mujer y el monstruo e It Came From Outer Space), el encargado de dirigir la adaptación de la obra de Matheson.


Arnold no tuvo problema alguno al contar con el mismo Matheson para llevar a cabo el guión del filme. Lo que para muchos puede ser una simple y llana historia fantástica, es en realidad un trabajo encomiable que destaca la agudeza que debería poseer todo guionista. Aclararía que Matheson no había escrito más que un par de episodios baratos para la televisión, siendo este su primer trabajo de peso para la gran pantalla. Por ello sorprende la gran capacidad de síntesis que procesa en el guión de El increíble hombre menguante, transformando la novela a la esencia más básica y primigenia, detallando todos los handicaps que el personaje irá viviendo a medida que observa impotente como disminuye de tamaño. La minuciosa criba del escritor, dada entre otras cosas al reducido presupuesto, terminó por convertirse en un guioncito de poco más de setenta páginas que contenía pura dinamita en su interior.

La historia de Matheson nos cuenta como Scott Carey (Grant Williams) se ve expuesto a una espesa nube radioactiva durante un agradable paseo en barco con Louise (Randy Stuart), su esposa. Aunque lo ignore durante un tiempo, la radiación de la nube hará mella en su cuerpo día tras día, hora tras hora. Meses más tarde descubrirá que la ropa le va un tanto holgada, que ya no necesita de la ayuda del calzador al ponerse sus zapatos y que tendrá que acercar un puntito más el asiento del conductor al volante. Estos pocos centímetros afectaran a su matrimonio (quien quiera malpensar, que malpiense), a su vida social y sobre todo a su autoestima, en especial cuando se percata, tanto él como sus médicos, de que la reducción de tamaño es imparable. Los pequeños problemas se harán cada vez más grandes, su entorno pasará de ser un hogar próspero y tranquilo, a un lugar inhóspito y hostil repleto de enormes peligros.


Más que cualquier otra cosa, la clave de este filme reside en el ritmo que Matheson introdujo en el guión. Su éxito en taquilla (estrenada en 1957) fue bastante notable y su estela nos llega a nuestros días con una frescura inusitada. Seré yo, pero cuando veo a Sam luchando contra Ella-Laraña en El retorno del rey no puedo evitar pensar en El increíble hombre menguante. Es obvio, los efectos visuales de una y de otra están a años luz de distancia, sin embargo, ambas compartieron el estandarte de ser películas que dieron un paso adelante dentro del desarrollo de los efectos especiales, un vivo ejemplo de su legado. Sí, se notan las transparencias y quizás podamos tener un leve recuerdo de aquellas películas de dinosaurios temblorosos atacados por hombrecillos armados con palos y piedras. De todos modos, la gran dirección de Jack Arnold se descubre en la última media hora de la película, echando a volar la película hacia la épica, abriendo al espectador un nuevo universo antes desconocido.

La historia se divide en dos partes fácilmente reconocibles. En la primera destaca la monótona e insípida dirección de Arnold, arrancando el film de una manera algo trastabillada. El problema de Scott se perfila doméstico, resaltando los problemas de nuestro protagonista a nivel social y específicamente con su esposa. Más tarde presenciaremos el conflicto con el doctor, la depresión en la que se ve sumido Scott al no dar pie con bola con ninguna medicación nos acerca mucho más al personaje, otorgando a la trama un fuerte peso dramático. La segunda parte no tiene absolutamente nada que ver, y creedme, lo digo en el mejor de los sentidos. Sin apenas habernos recuperado del shock, Arnold y Matheson nos introducen de pleno en una aventura (esta vez sí) de ciencia ficción como Dios manda. Con un Scott de no más de cinco centímetros aparecen nuevos retos. Un simple alfiler, una grieta en la madera, unas escaleras, la concepción del mundo es completamente distinta para nuestro protagonista. Dentro de una arquitectura cambiante y un entorno que pronostica un futuro poco halagüeño para Scott, la capacidad de adaptación y el ingenio serán sus dos mejores armas para sobrevivir.


El increíble hombre menguante es un clásico fuera de los límites del tiempo. Nuestro protagonista, personaje kafkiano donde los haya, deberá replantearse su situación en el universo para continuar adelante. La reflexión final de la película nos lleva a visualizar un nuevo horizonte de posibilidades que se escapan a nuestro entendimiento. Sorprende la mezcla de sensaciones que nos deja la película; sin apenas habernos reubicado tras la mítica escena de la lucha contra la araña, Matheson nos mete una reflexión en off entre pecho y espalda. Quizá ese sea el secreto de El increíble hombre menguante, que no nos dé tiempo a pensar en ello, que cada nueva escena sea más atractiva e intensa que la anterior, aumentando la magnitud de la película al mismo tiempo que merma el tamaño del protagonista.

Fascinante.


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