“Para Dios no existe la nada... ¡Yo aún existo!”
Scott Carey, El increíble hombre menguante
Los cincuenta... una
etapa prolífica en lo que a ciencia ficción se refiere a pesar de que fuera un género que se mirara con cierto desdén por parte de las majors. Aquí se dieron los
primeros pasos, o si se prefiere, se sembraron las primeras semillas. Estas no florecerían hasta la
arrolladora irrupción de
Star Wars a finales de la década de los setenta, película que (entre otras cosas) homenajea a su manera la sci-fi de los cincuenta. Vistos a ojos de hoy, se puede afirmar que
aquellos filmes de frases rimbombantes y extraños platillos volantes que surcaban los cielos de nuestro planeta no han perdido su encanto. Está bien, el paso del tiempo y
el avance tecnológico ha desnudado las vergüenzas de más de una, transformando escenas de angustia extrema en meros documentos históricos (cinematográficamente hablando) de risible naturaleza. Aún así, creo sinceramente que podemos rescatar
un buen puñado de títulos que han soportado los años con firmeza, es más, algunas de ellas incluso han demostrado ser mucho más de lo que cualquiera podía haber considerado entonces.
De entre la maraña de escombros y tramas apocalípticas surge el nombre de un autor aún desconocido en aquel tiempo.
Richard Matheson fue
un chico avanzado a su edad, un primerizo que experimentó su primer éxito tras las publicación de
Soy leyenda en 1954. Con tan solo veintiocho años se había hecho un hueco como novelista de ciencia ficción en territorio americano. Sin embargo,
su éxito no sería flor de un solo día, sino que volvió a la carga con otra novela de peso como
El hombre menguante (1956).