viernes, 25 de junio de 2010

Crónicas de Tannhäuser: 12 hombres sin piedad


"Siempre es difícil lidiar con los prejuicios personales en un caso como este.
Y dondequiera que desemboque, los prejuicios siempre ocultan la verdad.
Yo no sé realmente cuál es la verdad. No creo que nadie la sepa. [...]
Puede que estemos tratando de dejar a un hombre culpable en libertad,
no lo sé. Nadie puede saberlo realmente. Pero tenemos una duda razonable,
y eso es algo muy valioso en nuestro sistema.
Ningún jurado puede declarar culpable a un hombre a menos que esté seguro de ello.
Tenemos a nueve que no pueden entender como
los otros tres todavía están tan seguros.
Tal vez podáis aclarárnoslo."

Miembro del jurado nº 8, 12 hombres sin piedad




La década de los cincuenta abrió un gran número de puertas a jóvenes y talentosos directores que intentaban abrirse paso entre los gigantes de la industria. La Nouvelle Vague era el único movimiento que plantaba cara a la omnipresente industria americana que con la mano derecha apostaba por sus clásicos y con la izquierda tanteaba tímidamente otros terrenos como el de la ciencia ficción o la nueva inquilina de las casas americanas, la televisión. De la pequeña pantalla se rescataron varios guiones que finalmente dieron sus frutos en las salas, además, durante esta época surgió la primera generación de directores provenientes de la caja tonta, como por ejemplo el eterno inconformista, Sidney Lumet.

Lumet tuvo la oportunidad de dirigir su ópera prima a la edad de 33 años, gracias a la adaptación cinematográfica de un guión televisivo escrito por Reginald Rose para la CBS en 1954. El guión, titulado 12 hombres sin piedad, que por cierto, nunca entendí el porqué del título, siquiera en inglés; 12 Angry Men, ya que nunca me pareció que estuvieran faltos de piedad, como tampoco enfadados. Volviendo al guión, planteaba muy pocos problemas a nivel de producción por situar la totalidad de la acción en un mismo escenario. Por otro lado, Lumet fue escogido por su gran conocimiento del teatro y la televisión, algo esencial para abordar la planificación del film. El debutante director, sabedor de las limitaciones que tenía y de la magnitud del reto que tenía ante si, apostó por Boris Kaufman como director de fotografía, un veterano fotógrafo que sabía manejarse a la perfección en los espacios reducidos.

El guión de Reginald Rose se nutría de varias influencias que iban desde la televisión hasta el teatro. El planteamiento se basaba en dos puntos; “¿Cómo un individuo puede convencer a un grupo entero de personas de que están equivocados, y él no?”. El segundo punto tiene que ver con una unidad entre el tiempo, la acción y el espacio, con esto quiero decir que todo transcurriría a tiempo real, tal y como sucedería en el teatro o en la vida misma, así como lo hizo Carl Foreman en 1952 con Solo ante el peligro (High Noon).

El elenco de actores se cerró sin mayor problema teniendo en cuenta que Henry Fonda era el productor ejecutivo y protagonista del film. Esto fue un reclamo que atrajo a actores de la talla de Lee J. Cobb, E. G. Marshall, Jack Klugman, Joseph Sweeney, Jack Warden o Ed Begley. Con Fonda como cabeza de cartel, Kaufman cubriéndole las espaldas y un guión tan original como extraño de Reginald Rose, el primerizo Lumet, se puso manos a la obra para dirigir lo que sería una de las mejores y más peculiares óperas primas que se recuerdan, rodándola en tan sólo 20 días y estrenándola en 1957.


La trama se centra sobre la deliberación que 12 hombres (no hay ninguna mujer ahora que me fijo) deben hacer sobre el futuro de un muchacho que es a priori culpable de parricidio. El jurado popular, formado por esos 12 hombres, parece mantener una opinión unánime sobre el acusado, no obstante, el miembro número 8 (Henry Fonda), discrepa sobre la culpabilidad del joven acusado teniendo en cuenta y discutiendo sobre diferentes razonamientos y argumentos que se han expuesto en el juicio. La locuacidad del miembro del jurado y la serenidad al otorgarle al acusado el beneficio de la duda hacen que uno a uno los miembros del jurado vayan cambiando de opinión, tornando el aparentemente sencillo dictamen en una ardua y compleja lucha dialéctica.

Obviamente el punto principal y la base en la que se sustenta la totalidad de la historia es un guión que apuesta por una elocuente propuesta narrativa. No obstante, aún estando repleto de ingeniosos y brillantes diálogos que terminan por tejer los 96 minutos de metraje, pienso que hay una alta carga de ingenuidad en el planteamiento. Fonda consigue convencer a todos y cada uno de los miembros del jurado gracias a su labia y honestidad, modulando no sólo los tempos narrativos sino también la opinión del espectador. No obstante, a estos miembros parece no importarles en absoluto la vida del chico que está sentado en el banquillo de los acusados, incluso, carecen de argumentos sólidos para rebatir a Fonda u opiniones propias con respecto a la caso (en resumidas cuentas, demasiado tontos). Los arquetípicos personajes (el empresario, el arquitecto, el relojero...), planos y reconocibles por la mayoría del público, se limitan a defenderse de Fonda con los débiles razonamientos que conciernen a su propio interés, provocando que vayan cayendo uno a uno como piezas de dominó. A mi parecer, no creo que un jurado popular este tan falto de ética y moral, sino ya podríamos ir haciendo las maletas, aunque bien se podría interpretar como una crítica de Lumet al endeble sistema judicial americano (siendo generosos). ¿Qué le vamos a hacer si sólo tenía 96 minutos para contarlo?

De todos modos el guión no deja de ser brillante en muchos aspectos. El arranque del film se inicia una vez finalizado el juicio, por lo tanto no sabemos a ciencia cierta que es lo que ha sucedido para que ese chico esté siendo acusado. La historia está contada por terceros y el espectador se sumerge en una historia contada por unos personajes que no tienen todos los datos sobre ella, ofreciendo al espectador la versión de la versión de lo sucedido. Paralelamente, Lumet entregó al espectador un doble punto de vista sobre la justicia americana; el primero de ellos la analizaría de un modo autocrítico, acentuando sus debilidades como los prejuicios raciales o la poca fiabilidad que transmiten los jurados populares. En cambio, todo está contado desde un prisma de un profundo respeto hacia el sistema, ensalzando la libertad de expresión y diálogo, haciendo hincapié en el modelo de justicia americano como ideal a seguir. José Luís Garci la definió de esta manera tan significativa: "Cuando la vi en su estreno en 1958 (en España), pensé que Estados Unidos era un lugar magnífico, futurista y civilizado en el cual todo el mundo podía discutir y opinar sobre lo que quisiera.", obvio teniendo en cuenta que en el 58 aún perduraba la dictadura en nuestro país.


Este último punto nos traslada directamente hacia el terreno de la duda. Gracias a que ninguno de los miembros del jurado sabe que sucedió la noche del asesinato, Fonda planta la semilla de la duda, aferrándose a la presunción de inocencia con el propósito de desvelar la verdad. El papel de Fonda es tan brillante como veraz, sin él la película no tendría por donde aguantarse (o casi). Su presencia en pantalla, su rectitud y buen hacer que desprende, la manera de caminar por el set y su impresionante mirada le valieron para firmar una caracterización magistral, un papel típico de James Stewart que Henry Fonda logra bordar a la perfección.

Tras las cámaras dirige una mente brillante que capeó todos los problemas de realización con una acierto exquisito. Es cierto que para muchos, 12 hombres sin piedad es una obra de teatro transportada al cine, en cambio, creo que tiene mucho más de la televisión que no del teatro. Empezando por la manera de iluminar de Kaufman, a caballo entre una iluminación homogénea para televisión adaptada al cine y siguiendo con la planificación de Lumet, que arranca en una primera parte llena de angulares para pasar a una segunda parte en la que hace uso de teleobjetivos, reduciendo el espacio con tiros de cámara a la altura de los ojos. Finalmente concluye con una tercera en la cual el contrapicado será el máximo protagonista, mostrándonos el techo en un gran número de planos y utilizando efectivos (que no efectistas) movimientos de cámara para acentuar el dramatismo. Añadiendo, Lumet contaba con máximo tres cámaras, cosa que le impedía realizar al más puro estilo televisivo y ofrecer una continuidad a los actores típica del teatro. Sobre todo, lo brillante es lo bien trabajada (increiblemente bien trabajada) que está la puesta en escena, tan realista que parece incluso artificial (es que lo es). Por último, hay que contar con la existencia de una cuarta pared (recordemos que no nos moveremos de la sala en prácticamente todo el film), algo que definitivamente aleja a la película del teatro, ya que le otorga una profundidad de la que carece en el escenario.

Sin la intención de recalentaros más la cabeza, cabe decir que la obra es más cercana a la tesis cinematográfica que no a una crítica puntual sobre la condición humana o el sistema judicial. El film transpira cine por todos sus poros y se plantea como un suculento reto a ojos de un ambicioso director como Lumet. Aún teniendo deficiencias y bajones en el ritmo, agujeros importantes en el guión y partir de un planteamiento más bien perezosamente ingenuo, el film se ha erigido como uno de los más importantes dentro de la temática judicial. Un fracaso comercial que se miró con extrañeza durante décadas (aún habiendo logrado varios Oscar) y que hoy en día se considera una rareza maravillosa, una obra de arte en mayúsculas. Bienvenidos a la sala 228 del Tribunal de Manhattan.

Guilty or Not Guilty?



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